jueves, 21 de agosto de 2008

Jesús consuela a su madre y Dolores y gemidos de José

Jesús consuela a su madre
XVIII. Al acabar de hablar así mi padre José, no pude contener las lágrimas, y lloraba viendo que la muerte lo dominaba y oyendo las palabras que salían de su boca. En seguida, ¡oh hermanos míos!, pensé en mi muerte en la cruz para salvar al mundo entero. Y aquella cuyo nombre es suave a la boca de quienes me aman, María, mi madre, se levantó. Y me dijo con una gran tristeza: ¡Malhaya yo, querido hijo! ¿Va, pues, a morir aquel cuya vejez es buena y bendita, José, tu padre según la carne? Yo dije: ¡Oh mi madre querida! ¿Quién de entre todos los hombres no pasará por la muerte? Porque la muerte es la soberana de la humanidad, ¡oh mi bendita madre! Tú misma morirás como todo nacido. Pero así para José, mi padre, como para ti, la muerte no será una muerte, sino una vida eterna y sin fin. Porque también yo debo necesariamente morir, a causa de la forma carnal que he revestido. Ahora, pues, ¡oh mi madre querida!, levántate para ir hacia José, el viejo bendito, a fin de que sepas el destino que le vendrá de lo alto.

Dolores y gemidos de José
XIX. Y ella se levantó. Y, dirigiéndose al lugar en que Josa estaba acostado, lo encontró cuando los signos de la muerte acababan de manifestarse en él. Yo, ¡oh mis amigos!, me senté a su cabecera, y María, mi madre, a sus pies. Él levantó los ojos hacia mi rostro. Y no pudo hablar, porque el momento de la muerte lo dominaba. Entonces alzó otra vez la vista, y lanzó un gran gemido. Yo sostuve sus manos y sus pies un largo trecho, mientras él me miraba y me imploraba, diciendo: Ño dejéis que me lleven. Yo coloqué mi mano en su corazón, y conocí que su alma había subido ya a su garganta, para ser arrancada de su cuerpo. No había llegado aún el instante postrero, en que la muerte debía venir, porque, si no, ya no hubiera aguardado más. Pero habían llegado ya la turbación y las lágrimas que la preceden.

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